domingo, 29 de abril de 2012

Ese hablante lírico que busco yo


Señoras y señores
busco a ese impostor
capaz de maquillarse de juez
de Dios, de microscopio, de astronauta
de perseguido, de tirano
de dichoso.

Busco esa máscara
que me permita
exclamar todo lo que quiera.
Por ejemplo
que asesinen a Jesús nuevamente
y que quemen sus nuevos testamentos.

Necesito esa fórmula
para moldear mi cuerpo entero
cuantas veces sea necesario
sin tener que chillar de dolor
por cada desfiguración.

Déjenme alcanzar esa Torre de Marfil
que todo lo ve y nadie la toca
que todo lo alcanza y nadie la ve
para, por ejemplo verte a ti
hacer lo que nadie espera que hagas
como llorar
desconsoladamente
por un fracaso
que nunca fue.

Pero no, nada de eso.
La moneda de cambio
a esta austera pretensión
es que cada letra, palabra y frase
se me claven como astillas
y me penetren directamente el nervio
CADA NERVIO SABRÁ CÓMO REACCIONAR

Idea


Chorreo cantidades
que sólo giran, suben y bajan
no responden
sólo balbucean.

Mis sentidos desnudan las ideas
que una vez ya acompasadas
son objeto de gloria
pero en su pedestal
en medio de la tarima
de pánico escénico se espantan
y yo me espanto con ellas
y entonces
vuelvo a chorrear.

Como un payaso que ríe de día
y llora de noche
la romántica idea
destruye todo a su paso
letras, fuegos, personas, ideologías
pero cuando bajo ella
divisa su reinado
se muere de espanto.
Y para desquitarse
me apuñala.

Y mi sangre es su manjar
que le permite
reproducirse
refugiarse
y esperar.
Una jauría de lobos
para la nueva carnicería.

Ya en el último delirio de un desangrado
la siento como un piadoso enemigo
que se acoge de mis súplicas.

Entonces la invoco y la echo.
Pero si la echo no se va
y si se va me quedo solo y sin idea
y si mi quedo solo la echo de menos.
Como un peón
que al liberarse del patrón
llega a la hostil ciudad.
Y entonces la llamo de urgencia
y la muy desgraciada vuelve
y yo muy desgraciado vuelvo
vuelvo a chorrear cantidades.

lunes, 9 de abril de 2012

Ocurrencias de un ojo

Se me ocurrió largarme al sur para asfixiarme una vez más, hundirme nuevamente en la provocación de los bosques. Habiendo llegado al paraíso perdido, como condenado a tiniebla perpetua, me envolvió una desazonada intriga.  Los árboles me observaban permanentemente. Parece como si buscaran algún licor entre la tierra. Inquietos los veía intentando escapar de sus raíces; desesperados estaban, enredándose en sus ramajes. En un intertanto, yacía mi cuerpo en el suelo de hojas secas observando el panorama. Los árboles se movían a destiempo como desafiando agónicamente su incapacidad de desplazamiento. Impotentes se veían en sus esfuerzos por andar, mientras yo seguía observando sus decrépitos movimientos que con torpeza se trababan entre sus hojas y bultos.

Súbitamente siento una rama rasguñarme el ojo izquierdo. Mi primer recuerdo desde ese entonces fue un arco iris rayado desordenadamente sobre un telón negro-párpado (era de día).  Luego, inmediatamente, comencé a correr a tientas en medio del bosque. Los colores me estaban engañando, pretendían ser lazarillos de un tuerto inmerso en un escenario de árboles descabellados.  Siguiendo a los colores, mientras despotricaba por algún sendero contra esa rama desgraciada, me preguntaba qué quería decir que mi ojo estuviera desangrado. Aquella pregunta, en realidad, se podría decir estúpida o fuera de lugar de no ser por la sensación de vacío que atormentaba  la cuenca ósea donde debiese residir mi ojo izquierdo. Y como ya no había nada más que un globo desinflado, pura membrana flácida, la pregunta adquiría nuevas dimensiones metafísicas. ¿Valdrá la pena detener la hemorragia, o mejor quizás esperar la metamorfosis de mi ojo en algo más interesante? A medida que mi órgano visual terminaba de aflojar, como una bolsa que se vacía de su líquido, quise vivir la experiencia de ver mediante éste. Para ello, debía taparme el ojo sano.  

Qué desastre. Las líneas imaginarias que marcan la diferencia de los colores comenzaban a desaparecer. El celeste del cielo ya no era sólo celeste, pasaba a constituirse como una especie de celesteverde a medida que la vista se enfocaba en las copas de los árboles. Y como todos los colores se entremezclaban en sus límites, con sus diversos matices, los cuerpos ya no adquirían independencia entre sí. Todo pasaba a formar parte de una misma forma de diversos coloridos. El cielo formaba parte del árbol, y a su vez de la tierra, como yo de ella y el cielo de mí. Cómo iba a poder caminar así, improvisando a través de esta gran masa de colores que, a medida que yo me movía, me acompañaba. Ahora, no pude dejar de admirar la experiencia estética de comprender el apareamiento de dos figuras (que sospecho que eran aves) como un torbellino de colores multiformes más que como cuerpos que se enfrentan sexualmente. Pero como todo se tornó muy confuso, decidí volver a la realidad y  usar ambos ojos. Y entonces noté que los colores que se perciben normalmente a la luz del día desde un ojo sano se entremezclaban con los colores difusos de mi nuevo aparato visual.  

Cuando levanté la vista, tuve mi primera experiencia mágico-religiosa con el cielo. Algo pretencioso quizás, pero intenté asirlo con todos sus colores en desorden. Las nubes que quizás pudieran ser grises en visión ordinaria eran en realidad de un blanco pálido que contrastaba vulgarmente con el color natural del cielo. Sin embargo, de alguna manera indescriptible, se revolvían los colores como un mismo todo. Cómo expresarlo: La nube no se distinguía del cielo, pero el color pálido de la nube sí. Las nubes y el cielo eran ahora un mismo surtido pues todo estaba revuelto como una espiral desordenada. Las nubes ya no justificaban su autonomía frente al señorío del cielo, sólo los colores tenían cierta nitidez difusa. Es decir, el conjunto, a pesar de la vista de ambos ojos, persistía como confusas manchas de un mismo cuadro.

Dejando el cielo de lado, me comencé a impacientar. La experiencia visual ya se me hacía embriagadora y peligrosa. Un arma de doble filo. Me comencé a sentir sumido como parte de un universo que me absorbía, dejando sólo mis colores como distintivo de algo que ya no se valía por sí mismo. Miraba lo que alguna vez fue mi cuerpo, de arriba abajo, y lo veía como parte del mismo suelo de hojas secas. Persistí en mis intentos, levanté mi brazo y contrasté mi mano con el cielo. Pero los colores de la piel se distinguían sólo como colores parte del cielo, no como colores de una mano situada delante del cielo. 

En la medida en  que fui avanzando con todo este engranaje de colores, quién sabe dónde, aparece ante mí un coloso dibujo de lápices crayón. Ya no sentía absolutamente nada en mi cuenca ocular izquierda, y sólo pude ver rayados bien cargados incapaces de completar todos los espacios en cuyo fondo se observaba el enorme telón negro-párpado. Este particular color, conocido cuando se cierran los ojos frente a alguna luz, fue poco a poco absorbiendo los demás colores del paisaje como el agujero negro de una galaxia que digiere las estrellas de su alrededor. Mis piernas comenzaron a tiritar brutalmente, sentí un escalofrío recorrer toda mi columna, inevitablemente presentía que la parcial ceguera mi iría envolviendo lentamente. La figura colosal permanecía enfrente de mí y sospeché lo peor. Un voluptuoso ramaje cayó encima de mi retina despedazándola y desprendiéndola de mi ojo que hasta ese entonces se encontraba sano. Entonces lo supe. El árbol sospechoso de mi primer daño ocular volvía a aparecer ante mí como un gigante que clamaba por gloria. Celoso de mi vista, el árbol se deshizo completamente de ella. Mi ojo izquierdo ya no existía, y mi ojo derecho antes sano comenzaba a vivir el mismo proceso de desnaturalización.

Todo se fue apagando paulatinamente, y mi soledad se fue tornando sombría.  Lo último que alcanzo a recordar  antes de la oscuridad, es una gran danza de vegetales que giraba implacablemente en torno mío. En última instancia, comprendí el triunfo de los árboles. Los colores verdes y cafés comenzaron a girar fugazmente mientras el celeste del cielo caía como lluvia sobre mí y la ronda vegetal. Encarnizadas flechas de colores me atravesaban desde todos los ángulos y por primera vez en mi vida deseé no ver más. Ya no soportaba más este suplicio. Mis plegarias fueron escuchadas por el Gran Árbol, mi nuevo Dios, y las penumbras fueron avanzando lentamente hasta la total oscuridad.

Llevando ya tres semanas en este bosque, me di cuenta de mi inevitable desgracia. Atrapado en un inmenso enramado de robles, araucarias, y alerces en el sur de Chile, las tierras vírgenes me sentenciaban a muerte. Negro-párpado de día, negro absoluto de noche. El árbol fue mi verdugo. Mis últimos pensamientos coherentes, mientras me retorcía agónicamente ante el frío y el hambre,  apuntaron a concluir que este funesto proceso de decadencia mortal era el implacable costo de mi efímera experiencia de haber contemplado al Color en su inédita composición original, hasta su último apagón. La vida de los colores entre la vista y la ceguera. Ya moribundo y aturdido, me imaginé que todo esto también se debía a mi indiferencia frente a los árboles que, con esmero, aprendían a ver y desplazarse. Como maleza reseca, mi color se fundió entre las hojas.